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martes, 24 de noviembre de 2009

EL DISCURSO DEL NUEVO SUPREMO EN EL ANIVERSARIO DE LA ACADEMIA

Dicen que pasaron veinte y un años, seis meses con treinta y tres días exactamente.
La pequeña ciudad comienza a recobrar la calma, el equilibrio y la cordura. Antes sacudida hasta sus entrañas vacilaba en su misma existencia. Los más rabiosos opositores de la crujiente actualidad hasta ayer, rebosan de entusiasmo y hacen planes restauradores aunque no saben por dónde mismo empezar; los que en los últimos cincuenta años confiaron que éste día llegará algún día, esperan ser tomados en cuenta, a la final la democracia es para quien le toca el turno, magullan esperanzas de un puesto. Los aduladores cambian de turno y muy calculadamente saludan para ser visibles también hoy. La muchedumbre mira, trajina, estudia a ratos, trabaja de vez en cuando, hace el amor, liba, sin importarles un comino. Y si es necesario va también a aplaudir.

Todo está en su punto: cornetas, trompetas, clarines, tambores y la banda; banderas multicolores con sus asta y piolas bien lavadas; el atril y el micrófono instalado y probado con el consabido ¡holahola, probando equipo probando equipo!, repetido una y otra vez hasta el cansancio. Una larga, larga mesa acomodada con cuñas para impedir que pierda el equilibrio no da albergue a todo el cuerpo colegiado que lo presidirá, por lo que amontonan un sinnúmero de sillas más hacia tras. Las luces instaladas dan un ambiente mortecino, los ramos de rosas, magnolios, dalias, cartuchos y girasoles se extienden en la jardinera artificial y entre gigantes floreros de bronce perfectamente abrillantados.

En la tribuna, los asientos se encuentran muy bien distribuidos para que no exista confusión ni mezcla: altas autoridades nacionales de rango aquí, organismos internacionales, embajadores, delegado del sumo pontífice, de la santa sede, de la iglesia romana y apostólica juntos en la primera fila; para atrás los de menor orden: procurador, directores departamentales y de institutos con el nombramiento aun en la mano, familiares, paisanos y allegados; más atrás todavía, los obreros del triunfo, los que gritaron al unísono, los que pegaron carteles, repartieron volantes, los que cuidaron los votos y que todavía no tienen puesto oficial, es decir aquellos que levantarán la Nueva época desde los escombros mismos de la vieja que sucumbe en medio de su delirante agonía y aun sin enterrarla. Atrás, bien atrás, todo el resto del mundo.

De pronto una voz anuncia: Todos de pie, vamos a recibir a las principales, respetadas, legítimas y esperadas autoridades de la nueva época…los académicos, científicos, mil títulos y membrecías…De pie, un sonoro aplauso que opaca los timbales y entran las mencionadas luciendo un rostro adusto, contraído, serio, como mandan los nervios de la ocasión.
Un terno sastre nuevo hecho a la medida y para la ocasión no luce sino a medias pues también es opacado, sobre este se extiende una toga que asemeja a babero y que se desprende desde uno de los hombros cubriendo el tórax anterior hasta el abdomen a nivel del pupo donde hace un haz y regresa al hombro contra lateral.

Pasa el supremo con la prenda de tela espejo color blanco pristiño brillante e inmaculado, resalta entre sus colegas de menor jerarquía que la tienen de color rojo, color que fue el signo de la vieja época, y sigue el resto: los de tercera la llevan de color azul oscuro como el pasado. Así, los herederos universales de la época que nace, aunque no se le entierre a la otra, desfilan entre la muchedumbre y toman posesión figurativa de sus puestos señalados previamente con el nombre de cada uno.

Tras el llamado del señor Secretario encargado del momento, pasan a su turno los sonoros discursos: el de orden que se burla discretamente de la ocasión, otros se resisten al nuevo mandato y son ardorosamente pifiados por la muchedumbre, otro ensaya un adulo pegajoso y vulgar que molesta a la misma gran autoridad. Se conceden los premios, uno a uno, de quienes de destacaron en las ciencias, las artes, las letras, los deportes en varias disciplinas, etc., pero de la vieja época.

Entonces viene el discurso esperado: todos esperan.

Antes ya se iniciaron comentarios de lo que podría decirse: era un hecho terminar con el pasado, dicen que es menester sacar a todos los que queden del ayer oprobioso; terminar con la corrupción ensañada de tal manera que los estratosféricos sueldos que ganaban las autoridades y jefes ahora en el exilio debían exhibirse y publicarse en la gaceta y desde luego ser recortados para los nuevos mandantes y repartirse, esos suelazos, de manera democrática, entre todos y con justicia social e inversamente proporcional, esta es la ocasión. Y para que quede escarmiento, terminar con todos los corruptos y sus aliados, no quedará uno solo, nadie de los miembros de la tribu cuyo jefe dejó el mando y entonces reivindicar a los otros, para eso es el poder, para ejercer venganza. Si, venganza parece clamar la muchedumbre ávida de ejecuciones sumarísimas.
Y viene el discurso: se acomoda la toga, una prenda cuyos orígenes al parecer se remontan al siglo XI, generalizándose su uso en el siglo XII y XIII en Inglaterra, y por disposición del mismísimo Arzobispo de Canterbury utilizada en las graduaciones universitarias del Medioevo. Entonces todas eran de color negro para ocultar la desigualdad entre estudiantes ricos y pobres. Desde el siglo XVI asoma como símbolo de pertenencia y status social distinguiendo una diferencia jerárquica y también por cada Facultad, así, las de Derecho la usaban de color rojo, el blanco la de Teología, el marrón la de Arquitectura, etc., y el negro y colores oscuros siguió siendo de los más destacados de la plebe, ésta que continúo luciendo lo que tiene, sus trajes multicolores, descoloridos.


Entonces, acomodándose su toga blanca, reminiscencia de la edad media, inicia su discurso. Abajo la gran masa de invitados mira con sus ojos extenuados de tanto terror del pasado, espera que el designado inicie un exorcismo, lance un conjuro, pensaron en ésta, la razón del traje hasta entonces nunca visto, signo de los nuevos tiempos dicen y deciden alentarlo con un nuevo aplauso.

Con una palidez mortecina en la que se destaca la sombra de sus pómulos y los amplios lentes que asemejan a agujeros oculares, permanece transido de emoción mientras mira a quienes le ungieron en el puesto: exigían pronta revancha y sin dilaciones, extirpar los tumores que en más de veinte años, algunos calculan en cerca de un centenar, se expandieron por doquier como si fueran protoplasmas reptantes, uncinados, gelatinosos e informes. El temor es que acabe con todo el cuerpo institucional y por tanto con ellos mismo que con suerte, en gracia divina o recurriendo a prácticas contra el espanto o refugiándose en algún escondite donde no se dejaron ver ni para trabajar, creen haberse librado del mal.

Tal medida radical apremia, pero él, un hombre formado en la academia de la ciencia newtoniana, heredero de Paracelso y del mismo Galeno, reflexiona, la evidencia le demuestra que aquellos tumores de malignidad astral que se escurrieron por las vías, pasillos, oficinas, aulas, escaleras y muros alcanzando la misma estructura del tejido social, son realmente imaginarios, reposan en las mentes de cada uno, allí se crearon y con tal fortaleza de convicción que hasta parece existieron para él mismo y se espanta, pero en fin, mantiene la calma, trata de mantenerla en medio de semejante estado de catalepsia colectiva. Entonces comienza.

La Sombra…

…les perseguirá hasta el final

EN LA PRÓXIMA ENTREGA TENDREMOS EL FAMOSO DISCURSO